Llegamos a esa casa en medio de una austera, pero brillante parcela en mitad de un pueblo de interiores… La casa era del Siglo XVIII, pero había sido remodelada por un gran arquitecto Japonés. Era la mezcla perfecta entre lo antiguo y lo moderno. Nos adentramos en la casa, cogimos el ascensor… Y sentí por primera vez el agobio en mitad de toda esa respiración purificante que no tiene la gran ciudad, dónde yo nunca me asfixio, a pesar del espesor del aire. El ascensor era frío, blanco, de paredes blancas, minimalista… El ascensor empieza a elevarse a una velocidad enorme y a la vez lenta pausada, como las películas japonesas. El ascensor iba al ritmo de un fotograma “japo”. Lo más curioso es que de pronto me vi preguntando - ¿por qué este ascensor coge las curvas del edificio? - Se trasladaba en horizontal, después en vertical. Cogía una curva, se desliza, avanzaba y llegamos. Entramos…
Estaba en una casa que no era mía. Mucha gente en un salón monumental. El salón era de la misma estética del ascensor, todo en blanco mínimal. Sillones enormes de color chocolate y una alfombra de diseño con un código de barras. Todavía me pregunto que hacía allí. Todas las demás puertas que daban a las otras habitaciones estaban cerradas. Estabas tú y la que está contigo. No conocía a nadie más que a ti y eso que nunca te había visto. En fin… En principio… El fin… Y nos encontramos justo en medio de la nada...
Me asomé por una de las ventanas, mientras los demás se relacionaban… Entonces escuche una canción de fondo, fuera de la casa dónde había una niña muy pequeña jugando en el jardín. Casi apenas levanta dos pulgadas del suelo y bailaba al son de la canción más alegre y triste que hubiese escuchado… Decía algo como “tanto soñar, tanto volar, fui tan feliz, tan feliz, sabor de gloria”. Con acento portugués y ritmos como de una canción italiana de los 60. La niña reía y daba vueltas muy lento como si acariciase la hierba con sus pies… Me miró me sonrió y fui feliz en su sonrisa. Todo se paró. Un portazo. La niña huyó y corrió lo más rápido que pudo. Yo me gire y ahí estaba él.
Me acerqué a preguntar si él era “El capo”. Asintieron. Con paso firme y definitivo me acerqué a “El capo”.
– Tengo un problema – le dije.
– ¿Cuál es tu problema?
– Tú…, y que no tengo ropa para salir esta noche… -Yo iba en vaqueros y unas viejas sandalias de estar por casa, una camisa holgada – Le mire unos segundos.
– ¿Puedo pasar? – le desafié en la pregunta.
Salí corriendo hacia la puerta cerrada que estaba delante de mí. La abrí y entre en un pasillo oscuro lleno de puertas. Las puertas estaban decoradas con reprografías de actrices de los años 50… En cada habitación había un ambiente distinto… La habitación roja, la negra, la azul… Todas construidas para follar… Abrí la última la habitación. Era de la Dietrich… No tenía pared al fondo había vacío, no había pared, sólo un enorme cristal de metacrilato cubriendo ese espacio. Un armario abierto, con los cajones revueltos. La niña estaba en el suelo rodeada de zapatos, midiendo sus zapatos. Aquella niña que antes bailaba descalza, estaba midiendo sus zapatos para guardarlos en el ropero. Le pregunté casi llorando:
- ¿Hay alguna camisa por aquí o una corbata?
- No – dijo muy lento y suave.
Me senté y volvió a sonar otra vez la música no sé de donde salía. Esta vez era una percusión al ritmo del sexo. Ascendía y descendía la intensidad. Miré a la niña empezó a llorar. Las ratas salían por todas partes y pasaban por encima nuestra con los cordones de los zapatos en los hocicos. Gritamos… las ratas desaparecieron… Los cordones se quedaron por todo el suelo… La niña se levantó se dirigió a la pared transparente cortó su dedo y empezó a escribir una frase: Siento molestarte, pero necesito cierta información, y tú eres la única persona que puede dármela.