Sunday, November 05, 2006

Cangrejos blancos

Pequeños cangrejos blancos corretean dentro de mi ojo. La respiración se acelera. El corazón oscila bombeando arriba, abajo más rápido tan rápido que no soy dueña de él. El tembloroso roce de los labios martillea los oídos. Sudores fríos, sabanas como filos de hojas de cuchillos. Ácidos que corroen mi boca. Siento el deseo urgente de vomitar, al sentir de las caricias que chirrían. Me trago el ansia de mi cuerpo vespertino, esperando en la puerta lloriqueando como cachorrito asustado, tembloroso, y abandonado en mitad de una tormenta.

Frente a mi espectro, sólo puedo reír y saciar el rencor de mis corridas nocturnas recordando los cuerpos sudando. Frente a mi espectro, mi jodido espectro, al que suicidaría con cicuta. Masturbado deseo sin saciar el orgasmo. Rompe el cristalino de los párpados sangrando lágrimas. Tembloroso tartamudeo del perdón. El silencio afila sus cuchillas. Respirando..., ansiedad. Las paredes y los techos corren hacia mi cuerpo a gran velocidad hasta aplastarme en torno al vacío, oscuro remolino del miedo.

Súbito delirium tremens, que arranca con toda mi cordura saturada de felicidad.

Saborear el placer de descubrir la verdad del dolor, como en una pantalla de cine.
Los cangrejos blancos me suben por los pies mordisqueando las venas, penetrando en mi sexo, escalando el útero hasta las Trompas de Falopio, donde se anidan. Se multiplican en mis entrañas, perforando los pulmones y rumiando el corazón escarban en mi garganta, mientras en el último momento de conciencia, siento como perforan mi cerebro, diluyéndolo, haciéndolo puré.

Tomando decisiones resbala el paladar.

Siento las punzadas en mi piel en medio del profundo sueño. Las voces son lejanas. El olor de la tierra mojada logra alcanzar mi olfato. Me paro y escucho... . Los pies se entierran en esa tierra, no lo tengo claro. Soy incapaz, no distingo entre los pies y las ruedas de los coches. Vuelvo a callar...

Ahora no se muy bien que es, parecen pequeños gatitos acabados de nacer viendo el despertar, pero son sollozos. Sollozos no, son profundos lamentos, lamentos de niños. ¿Por qué se puede lamentar un niño? Me estremecen, tiemblo. Son lamentos de niños, lamentos oscuros y desgarradores. Eso si logro diferenciarlo de un gato, pero soy incapaz de hacerlo con las ruedas y los pies, jamás lograría saber quién pisa la tierra húmeda. Sin embargo, ese lamento es inconfundible. Me recuerda a cuando era pequeña y jugaba en medio del prado en otoño, cerca del prado había una cabaña, dónde nacían gatitos. El otoño, el otoño revestía los días en el prado. Para mí, los días eran anaranjados, llenos de luz por el sol otoñal, que te roza levemente las mejillas, haciéndote sonreír, pero jamás llegó a quemar. Eso no era quemar. Mi padre encendía cigarrillos con esa luz y ese color de los días de mi otoño. Los cigarrillos si quemaban, son como las punzadas en la piel en medio del profundo sueño, que provocan lamentos, lamentos de una niña.

A mi me encantaba el prado. Salía corriendo de mi casa, con Dana. Dana era mi muñeca, era mi pelirroja. Era de fina porcelana blanca, con el cuerpo de trapito, lleno de goma espuma. Esa goma espuma que cuando la abrazas te da calor y sientes que agarrada a ella no te va a pasar nada. Así era Dana. Segura me sentía en sus manos. Lo que más me gustaba de Dana era su pelo. “Pelirroja Dana” le llamaba yo.

A mi “Pelirroja Dana”, le gustaba que saliésemos al prado, y nos encantaba girar cogidas de las manos. Girar y girar, y no parar de girar con los ojos cerrados, bueno no, entreabiertos era mucho mejor, llegaban pequeños destellos a tus ojos y parecían pasar a modo de fotogramas. Era hermoso ver a Dana así. A Dana, esa era la única manera de hacerle abrir los ojos y de que me hablara. Sólo cuando girábamos y girábamos, era capaz de hablar y de mirarme. En esos momentos éramos felices, sobretodo yo, por fin mi Dana, mi Pelirroja Dana, me miraba y decía: Te quiero.

Ahora despierto del profundo sueño, pero no se dónde estoy, es una sensación de desierto. Me paso las manos frías por los ojos. Ya no hay cangrejos blancos y tampoco otoño. Pero el dolor sigue, y las pulsaciones se aceleran. Cada latido estalla contra el pecho (pum, pum, pum,...). Me quedo sin aire. Me incorporo para recuperarme y poder respirar. Siento un poco de calma, cuando descubro y reconozco mi habitación. Miro a todos los lados, - ¿es mi habitación? – me pregunto. Siento que estoy en ella, pero no es la misma esta vacía. No hay nada. No hay YO. Hago un barrido desesperado con la mirada, para lograr encajar dónde de estoy. El pulso vuelve acelerarse, la respiración se agita y se entrecorta.

Suspiro, sonrió, me río (jajajaja). Veo a Dana. Me calmo. Le digo hola a mi linda pelirroja. Lentamente, ya calmada me levanto de la cama. Intento andar hacia Dana, pero estoy paralizada. Se hace el silencio. Llamo a mi Dana, pero no puedo articular palabra. Grito, pero no me sale la voz. Siento como vuelve a subir ese reflujo hasta mi garganta. Todo vuelve a girar, y a girar, pienso - ¿te acuerdas, Dana? –, cada vez más rápido, y más, y más rápido jajajajaj todo gira. Pero no has abierto los ojos esta vez, ni me has dicho nada. Todo sigue girando. Grito ahogado de - ¡Basta!. Dana, ¿escuchas eso? (Réquiem). Creo que es música, esta lejos como las pisadas, como los lamentos. Se para, ya no gira, ya no habla. Suspiro, respiro.

Paralizada sin poder moverme. Todo esta vacío. Yo estoy desnuda. La habitación es mía, pero no la reconozco. Es fría, blanca, con grandes ventanales y cortinas blancas. Sí, seguro que es mía. Hace frío, pero no siento el frío. Es noche cerrada, donde los azules penetran por los ventanales. Vuelve el silencio. Nada se mueve, la materia esta muerta. Existe el vacío, la nada, estoy en él/ella. Son eternos minutos de la más pura nada.

Tan lejos como la música, los lamentos y las pisadas, se oye un pequeño silbidito. Casi sibilino, que se arrastra como una serpiente por el aire, que se envuelve en el viento y golpea en mis ventanales, una y otra vez hasta que los rompe vaciando la nada. Arrasando con el vacío. Elevando mis cortinas hasta el techo, dejando que los azules de la noche quebrantan el parqué. La calma deja respirar a mis ventanas...

He despertado muchas veces en esta habitación, y en otras. Pero la sensación nunca fue tan desoladora, incluyendo aquellas noches en las que no despertaba en mi cama. Sí, es cierto que siempre había una angustia en esas barcas de paso. Donde Caronte me rondaba las noches. Esa angustia que elevaba mi adrenalina. Los azules de la noche, el frío azul nunca me dio tanta calidez. Recuerdo cuando desperté por primera vez en unos brazos que no eran los de Dana. Todo era azul, pero los colores del otoño habían quemado mi piel, mi cuerpecito de niña, había sido perturbado por las manos que encendían cigarrillos. Salgo a jugar con Dana. Dana, nunca me acarició, aunque yo lo deseaba.

Vuelve el frío, una sensación pastosa en mi boca. Mastico, muerdo mi lengua a ver si se pasa. Cada vez la humedad de la tierra está más cerca.

Por fin con Dana, mi “Pelirroja Dana” entre mis brazos, acurrucadita en mi pecho desnudo, refugiadas en el suelo. Mi dedo se acerca lentamente a su fina piel de porcelana, y le acaricia su sonrosada mejilla, recorriendo suavemente toda su carita. Su pequeña carita. Agacho mis labios hasta su frente para besarla. El viento vuelve a soplar más fuerte, casi huracanado. Oigo llover, pero desde mi ventana no se ve la lluvia, no hay lluvia. Los árboles crujen con el viento, el sonido de las ramas vacías. Por la ranura de la puerta, aparece un escarabajo negro que camina hacia nosotras. Mis manos que abrigan a Dana, mutan la piel resquebrajada...